viernes, 2 de marzo de 2012

Nuestro protagonista se llama Horacio. Horacio es un idiota. No es tonto, no es un poco lento. Es abiertamente idiota. O cerradamente idiota. Es idiota abierto y cerrado, completamente idiota. Así como un pajarillo que vuela majestuoso por un cielo azulado, de forma sumamente idiota. No me mal entiendan, me gustan los pajarillos. Sólo no encontraba la metáfora adecuada para referirme a lo idiota que es Horacio.

¿Quién soy yo para decir que Horacio es un idiota? Pues bien, ya lo he dicho, yo soy el autor de este cuento (o novela, depende de cuánto tiempo libre me deje el golf, deporte que no juego, pero que estaba dentro de mi lista de “debo hacer”, junto con escribir un cuento o novela, lo que saliera primero). Soy un autor sumamente interesante. Soy gracioso, un poco calvo pero, ante todo, autor. Es como ser Dios. Pero sin ser crucificado, que siempre es una ventaja competitiva, porque ser crucificado involucra, además de fundar religiones, ser clavado a un pedazo de madera. Una vez me clavé un mondadientes por debajo de una uña, pero eso no tiene mayor importancia.

En fin, sigamos. Horacio es un idiota. Es importante que ud. lo sepa, porque después Horacio empieza a hacer idioteces y ud. no tiene idea de por qué hace idioteces y se pregunta “¿cómo puede hacer eso?”. Pues fácil: lo hace porque es un idiota. El porqué creé un personaje idiota tiene más que ver con mis proyecciones que con el personaje mismo, así que lo invito a no averiguar nada sobre mí y, por sobre todo, preocuparse de meterse en esta increíble historia de amistad, amor, intrigas, parafilias que involucran electrodomésticos y otras idioteces. Porque, como convenimos, Horacio es un idiota.

Como dije, el idiota de Horacio estaba un día sentado en su cama. Mucha gente se acuesta en las camas. Horacio se sentaba en la cama. Miraba por la ventana, más que nada para hacer algo. Su vida era groseramente aburrida, y mirar por la ventana parecía una de las cosas más interesantes para hacer. Hay gente que descubre vacunas. Horacio mira por la ventana. Es, como verán, un idiota.

Nuevamente estaba ad portas del suicidio. Como podrá prever, no se suicidó porque, entre otras cosas, me terminaría el cuento (o novela) muy pronto. A continuación, un final que acabo de eliminar de las opciones:

“El idiota de Horacio estaba un día sentado en su cama. Luego, se suicidó. Fin”.


Como verá, sería un cuento de lo más aburrido. Así, me tiraré de cabeza a inventar una historia entretenidísima, que en algún futuro cercano pueda llevar a un sinfín de películas en Hollywood.
Horacio tomó la pastilla y la tragó con jugo de melón tuna. La pastilla no era en absoluto dañina. Era un dulcecito que le dieron en uno de esos lugares donde venden autos (“automotora”, como le llaman los sabios). El plan de Horacio no era envenenarse, sino que ahogarse con el dulce. Lo trago y lo dejó a medio camino entre esa cosa que cuelga atrás de la boca (que yo sabía cómo se llamaba, pero se me olvidó) y el resto de la boca que llega hasta el estómago (¿Cuándo deja de ser boca y empieza a ser estómago?). Y se ahogó. Un ratito, al menos. Su vida no pasó por delante de sus ojos, pero sí pasó una piedra con un papel enrollado. “Qué poco poético” pensó Horacio. “Todo el mundo ve su vida y yo una piedra con un papel enrollado, justo en el momento de saludar a la muerte”. Esta bella reflexión se daba mientras sangraba profusamente en el suelo de su habitación, dado el piedrazo que le dejó la nariz rota. No es muy importante, su nariz era bastante fea.

Para evitarnos detalles sobre la limpieza de la alfombra, diremos que no había alfombra. Horacio, con un dulce sabor a melón tuna en su boca, tomó la piedra y sacó el papel que venía con ella. Lo leyó. Decía lo siguiente:

“Horacio, estoy abajo. Marco”.

¡Qué misterioso mensaje críptico he recibido!” pensó Horacio, de manera sumamente idiota. “¿Qué querrá decir?”.

El mensaje quería decir que Marco estaba abajo. Horacio asomó su sangrienta nariz por la ventana y lo vio.
Marco es un personaje interesante. Su madre era una mujer muy creyente. Se creía todo lo que le decían. Además, creía mucho en Dios y le gustaba la Biblia. Por eso, Marco no sólo se llamaba Marco, sino que su nombre completo era un homenaje a los diferentes santos a los que ella le hizo mandas durante su embarazo para que su hijo fuera una persona decente. No está de más decir que su madre tenía tantos problemas de dinero que jamás pagó la manda.

En fin, el nombre de Marco era homenaje a diez diferentes santos: Marco, Esteban, Quiluxalotl (un famoso santo azteca. No le haría mal, lector, averiguar al respecto), Ulises (que no era santo, pero era cool), Ernesto, Tomás, Ramón, Eliseo, Francisco y Eleuterio.

Como su nombre era muy largo (tenía tres carné de identidad), sus amigos le llamaban por sus siglas: M.E.Q.U.E.T.R.E.F.E.

Mequetrefe es el personaje que me cae bien. Es un absoluto inútil, y su mayor logro en la vida fue descubrir que todas las cosas que son de madera, arden. Claro, el incendio en el aserradero no fue su culpa, fue un sacrificio decente por el bien del avance de la ciencia.

jueves, 3 de junio de 2010

Primera parte de un Cuentin Tarantino.

“Hoy me enamoro”. Así despertó ese día nuestro nada de gentil protagonista. Con esa idea poco creativa. Hay gente que se despierta pensando en que no se quiere despertar, o gente que se despierta pensando en que quiere comer queso, como yo. Pero no, nuestro protagonista (que es mi protagonista, pero lo comparto de puro valor universalista que tengo) se despertó ese día con la idea de que se enamora. Y yo no soy quién para juzgarlo, porque mal que mal yo lo inventé, y decirle a mi protagonista que es un pelmazo (sobre todo inventándolo tan recientemente), es cruel, ¿no?



Se paró de la cama y revisó su agenda. No tenía agenda, pero se escribía en las manos las cosas para hacer al otro día. Se prometía todos los días que iba a dejar de escribir en sus manos y que efectivmente iba a comprase una agenda, pero siempre se lo prometía escribiéndoselo en las manos, así que se le olvidaba. Nuestro protagonista, como vemos, tiene pésima memoria y poco enfoque de Gerente General. Jamás iba a dirigir una gran empresa, pero opciones tiene en el gobierno (perdón Presidente, sea quien sea usted en este momento).



Como casi siempre (bueno, como siempre), no tenía nada interesante que hacer. Lamentable, porque era domingo y los domingos a todo el mundo le gusta tener algo que hacer el domingo. La última vez que no tuvo nada que hacer, nuestro protagonista trató de suicidarse tomándose el agua de la tina del domingo pasado. Guardaba el agua de la tina, no por tacaño ni para hacer de él mismo un personaje más interesante para ser escrito: lo hacía porque era rarísimo, una persona de esas que uno mira en la calle y no parece especialmente raro, pero que en el fondo es una persona extraña. Así como usted que está leyendo esto, pero no le digo a nadie, no se preocupe…



…o tal vez sí.



Y entonces se sentó en la cama esperando que alguien lo llamara. Pero no lo llamaron. Esperaba que sonara el teléfono y el teléfono no sonaba. Esperaba que golpearan la puerta, pero no la puerta no la golpeaban. Esperaba que le gritaran de debajo de su ventana, pero de abajo de su ventana no le gritaban. Esperaba recordar cómo respirar, pero cómo respirar no lo recordaba.

 

Una vez que lo recordó y recuperó la conciencia (y perdió 146 neuronas de esas que sí sirven), decidió que mejor que esperar sentado en la cama y correr el riesgo de perder la vida (no “perder EN la vida”, eso lo había logrado hace rato) era hacer algo. “Haré algo” dijo, de manera sumamente predecible y hablando solo, conducta que usualmente asusta a la gente. Aunque si uno habla solo, es ilógico que haya alguien más, entonces nadie se asusta, obvio. En este caso no había nadie, nadie se asustó y nuestro protagonista se puso de pie.